Profesor titular jubilado de la Universidad Nacional Experimental Libertador (UPEL-IPB) y con un doctorado por la Universidad Santa María, el Dr. Rojas se incorporó en noviembre de 2019 a la Academia Nacional de la Historia como Individuo de Número.
La ciencia no fue un atributo que nos legara la España conquistadora. Si bien los llamados descubrimientos geográficos de finales del siglo XV, que permitieron incorporar el continente americano y el sur del África al comercio mundial de la época, fueron el producto de avances científicos y técnicos en el campo de la navegación, la ciencia como parte de la cultura hispana no tuvo desarrollo en la Península y, mucho menos, en las colonias hispanoamericanas. Su arribo a estas tierras, además de tímido, fue tardío.
Ese período histórico que significó para Europa “la edad de la Razón” no tuvo contrapartida en Hispanoamérica. Con la ruptura que propició la independencia, saltamos de la escolástica al positivismo, sin pasar prácticamente por la Ilustración. Los efectos hoy son evidentes: no desarrollamos históricamente una cultura científica. ¿Por qué?
La actitud de una sociedad frente a la ciencia es, en primer término, el resultado de una valoración cultural. En un libro excepcional dedicado a rastrear el origen de nuestra conformación como pueblo, Rufino Blanco Fombona señaló que los conquistadores españoles eran hombres fatalistas, que le dieron a su empresa más cabida al azar que al cálculo, que carecieron de curiosidad intelectual frente a las maravillas que ofrecieron a sus ojos las culturas indígenas y que el anhelo de obtener fortuna con poco esfuerzo, degeneró en feroz codicia. La obra que citamos la tituló El conquistador español del siglo XVI, y fue escrita en 1921.
Ese predominio del sentir sobre el pensar, del afecto sobre la idea, de la intuición sobre la reflexión no es, efectivamente, condición que propicia el pensamiento crítico ni la tolerancia frente a la opinión adversa, sobre las cuales se forja el “espíritu científico”. Esta “parquedad científica del continente ibérico”, para utilizar una frase de don Marcelino Menéndez y Pelayo, ha sido analizada y debatida por grandes figuras de la ciencia española de nuestro tiempo, buscando claves para superar ese atraso evidente. En nuestro medio, fue el Dr. Marcel Roche, médico venezolano formado en la Universidad Johns Hopkins, de Estados Unidos, y reconocido investigador en el campo de la biomedicina, quien más se interesó en estudiar ese problema histórico y responder a esas mismas interrogantes. De su producción bibliográfica, hay una obra que publicada en 1969 mantiene aún su vigencia. Se trata de La ciencia entre nosotros.
Pero es una vigencia que debe preocuparnos, porque los problemas allí tratados no han sido superados. El Dr. Roche, en su análisis y reflexión sobre este tema, tomó el camino de la sociología y la historia de la ciencia. Es el “medio social”, nos dice, lo que se debe estudiar para entender el proceso de la ciencia en un país como Venezuela. Y en ese medio social, la relación entre ciencia y cultura es de fundamental importancia. Un primer elemento que aborda es el de la indiferencia con el que la sociedad mira la labor del científico. Ya en 1967, una encuesta señalaba que en el mundo empresarial, el investigador gozaba de prestigio, pero de un prestigio teórico, casi como decir, inútil. Pero hay otro factor no menos importante y que tiene que ver con lo que Ramón y Cajal señalaba como un pecado en el quehacer científico español: ir siempre hacia lo útil inmediato y al practicismo estrecho, buscando recetas y fórmulas de acción para resolver problemas.
Marcel Roche, en este mismo sentido, nos alerta de las “cien máscaras de la mediocridad” que frenan el quehacer científico. El primero es el de la sensibilidad social. Ésta le impone al científico, primero que todo, resolver problemas sociales. Lo contrario es caer en el elitismo, en el cientificismo. Por ello, la ciencia debe ser aplicada, o mejor, comprometida. Y en nuestras universidades, instituciones que por su naturaleza debieran desarrollar espacios para el cultivo, formación y difusión de la ciencia, la prioridad impostergable es la docencia.
Estos valores culturales son los que limitan un quehacer científico diverso y sostenido. Y es allí donde debemos actuar para que la carrera científica, el oficio de investigar, no sea una rareza. En ese propósito, la acción del Estado es fundamental, máxime cuando la ciencia y la tecnología han alcanzado rango constitucional. Pero hay que buscar el equilibrio. Desde 1990 al presente, hemos pasado de la promoción del investigador (PPI), que buscaba crear la carrera de investigador, al estímulo a la investigación (PEI), que pone énfasis en una actividad científica enmarcada en una agenda de problemas concretos. Pero ambos van de la mano. No hay ciencia sin científicos. Y frente al “fatalismo hispano”, sólo demostraremos que podemos hacer ciencia, haciéndola.
enfoques14@gmail.com
@reinaldorojashistoriador
Este artículo se publicó en El Universal el 09/11/2020